Un cuentito clásico
Él estaba parado en la esquina. Hacía rato que esperaba. Estaba seguro que ella saldría en cualquier momento. Ya era la hora y él sabía que la vieja necesitaba su medicina. No en vano era el enfermero que le aplicaba su inyección dos veces al día. Así la conoció a ella. Era la nieta de la vieja. Tendría unos dieciocho años y unos ojos que no tenían nada que envidiar al cielo. Iba a cuidar a la anciana y le llevaba la comida y le daba el medicamento que le había recetado el médico. La anciana vivía sola y no aceptaba compañía alguna, salvo a su nieta, a quien adoraba.
De pronto la vió salir de su casa, camino a lo de su abuela. Se dio cuenta que iba para allá porque llevaba un bolso donde seguramente iría una vianda con sopa de pollo. Esta sopa le encantaba a la abuela y él, como enfermero le había recomendado a la niña, que le pusiera muy poca sal, para que a la viejita no le subiera la presión. Cuando ella agradeció su consejo, lo miró con esa dulzura que tienen los inocentes. A él casi se le cayó la baba del placer que sintió al ser mirado de esa manera por la chiquilla.
Ahora se iba a hacer el encontradizo y la iba a tratar de acompañar hasta la casa de la abuela para ir ganando su confianza.
No sabía que tenía esa muchacha que lo atraía tanto. No solamente le atraía su juventud, su cuerpo , ya en sazón, sus ojos, sus labios que se le antojaban golosos, húmedos, listos para ser comidos a besos...
La estaba alcanzando, cuando ella, se detuvo y entró en una florería que estaba en la mitad de la cuadra. Él siguió caminando hasta la esquina, y desde allí se volvió caminando despacito. Justo salía ella del negocio, con un pequeño ramito de nomeolvides en su mano y al ver al enfermero se sorprendió gratamente. Le sonrió con esa sonrisa que a él le parecía maravillosa y le dijo:
--!Oh, señor enfermero! !Qué alegría encontrarlo! Voy a la casa de mi abuelita a llevarle su sopita y a darle la medicina. También le llevo algunas flores para que le alegren la vida a mi pobre abuela...
--!Eres una buena nietita! –le dijo él, acariciando su mejilla y mirando disimuladamente su escote donde dormitaban las palomas que nombraba García Lorca.
--Si quieres te puedo acompañar hasta la casa de tu abuelita y de paso le coloco la inyección. ¿Te parece bién?
--Me gustaría mucho que me acompañara, porque aunque es mediodía, una no sabe con quien se puede encontrar en estas calles, aunque yo no le temo a nada...
--¿Y a las inyecciones , les tienes miedo?
--!Nó, señor enfermero! Pero no me gusta que me hagan doler.
--Yo tengo muy buena mano. Si alguna vez te aplico una inyección, no te va a doler en absoluto. Te lo prometo.
--Eso espero, señor enfermero.
--No me llames más señor enfermero. Acá tienes mi tarjeta donde está mi nombre.
--!Que bién! Usted se llama Wolf, pero ya llegamos, pase , pase señor Wolf...
El enfermero Sr. Wolf, miró para todos lados antes de entrar y tuvo mucho cuidado de no apretarse la cola antes de cerrar la puerta.
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