viernes, 1 de mayo de 2009

Leven anclas

Leven anclas

— Capitán. Le traje su té.

—Gracias, señor Spencer. ¿Cree que podremos zarpar hoy?

—Me temo que no, capitán. Está soplando una pequeña brisa, pero no basta para inflar las velas.

El Sr. Spencer corrió la cortina del ojo de buey del camarote del capitán. A través del mismo, se veía un mar dorado que se movía en pequeñas olas por el viento.

—¿Dónde estamos, Sr. Spencer, que el mar es dorado como el oro?

El señor Spencer bajó la vista entristecido.

—¿El barómetro está bajando, señor Spencer?

—No señor. Marca bueno y templado.

—Se está levantando una tormenta y al subir la marea podremos zarpar de una buena vez. La calma se tenía que terminar. Ya era tiempo. ¿No le parece, señor Spencer? Estamos preparados. ¿Cuánto hace que estamos varados aquí?

—Veinte años, capitán. Llevamos esperando veinte años que venga una gran tormenta que nos saque a alta mar…

¡Veinte años! ¿Qué habrá sido de Margaret? Seguramente se cansó de esperarlo y se habrá casado con otro. Posiblemente con el maldito teniente Smith, que la pretendía, igual que él.

¿Qué habrá sido de mi Kate y mis dos hijos?, se preguntaba el Sr. Spencer. Ya serán hombres y ojalá hayan entrado al servicio de Su Majestad, en la Marina Real.

—Me duele la rodilla derecha, como antes, cuando se avecinaba una tormenta. Déle un vistazo al barómetro, señor Spencer. Tengo un gran presentimiento… Creo que zarparemos hoy…

—Ojalá Dios permita que se cumplan sus deseos capitán. Porque sólo un milagro nos puede sacar de aquí.
¡Vaya! ¡El barómetro ha descendido y marca tempestad!

—Mire señor Spencer como se mueve el dorado mar en olas que avanzan hasta perderse a lo lejos, junto a la línea del horizonte. Pronto estaremos flotando y nos alejaremos de este lugar. Nos dejaremos llevar por el oleaje de la pleamar y luego izaremos la única vela que nos queda, pero con eso bastará…

—Está comenzando a llover. La tormenta se avecina, capitán.

—¡Izar el ancla! ¡Preparados para zarpar!

—No tenemos ancla, capitán. Estamos enterrados en la arena hasta la línea de flotación. Usted no bajó a tierra en 20 años y no sabe muchas cosas.

—Me basta con observar el mar, para darme cuenta de cualquier situación. ¡Mire como llueve ahora! Gotas de lluvia grandes como puños. ¿No siente como se estremece el barco?

—Capitán, estamos muy lejos del mar. A muchas millas. Este dorado mar que usted ha visto todo este tiempo, que en invierno era verde y en verano amarillo con los reflejos del sol, no es más que un enorme trigal, donde el viento mece las espigas que semejan olas…

Con grandes crujidos de madera reseca, el barco se desperezaba y empezó a deslizarse hacia el mar, que aún estaba muy lejos y el capitán y el señor Spencer izaron la única y remendad vela que el viento cada vez más fuerte inflaba, mientras ellos sujetaban el cordaje y el agua de la copiosa lluvia corría por sus caras, llenas de felicidad y esperanzas.

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