sábado, 22 de octubre de 2016

Estudio del cerebro

Este artículo lo "tomé" deE.M.Today

La universidad de UCLA ha publicado los resultados del primer estudio de la actividad cerebral que emplea imágenes de resonancia magnética para ver lo que sucede en la cabeza de las personas cuando se escucha a un argentino durante un tiempo prolongado. Según los autores de la investigación, el cerebro sería capaz de soportar 7 horas y 56 minutos sin lesiones severas. A partir de este tiempo, “se cruza el umbral de la paciencia” y las lesiones pueden ser irreversibles.
Para el estudio, se escaneó el cerebro de 18 voluntarios mientras éstos escuchaban a un argentino. En la primera fase de los exámenes, se obligaba a los argentinos a pronunciar frases de Borges como: “Si pudiéramos comprender una sola flor, sabríamos quiénes somos y qué es el mundo, ¿no crees, loco?”. En las siguientes fases se introducían más argentinos en la conversación para oírlos discutir entre ellos.
Para determinar la resistencia del cerebro en condiciones extremas, el jefe de la investigación, Becks Budejovicky, proveyó a los argentinos de guitarras y a algunos se les permitió recitar sus propios poemas. El 90% de los voluntarios, al ver a los argentinos con las guitarras, caían inconscientes antes siquiera de escucharlos.
“Al cabo de dos horas, se pedía a los voluntarios que escucharan a los argentinos de forma concienzuda”, explica Budejovicky. Los investigadores observaron que la parte del cerebro vinculada a escuchar argentinos crecía exponencialmente. “A las ocho horas, había ocupado tantas regiones del cerebro que el órgano apenas servía para nada más y no volvió a recuperarse”, prosigue el científico. “Los sucesos traumáticos desbordan, con frecuencia, la capacidad de respuesta de una persona, que se siente sobrepasada para hacer frente a la situación”, concluye.
Otro de los datos que ha sorprendido a los investigadores ha sido comprobar que las mujeres toleran la conversación de argentinos con un 40% más de efectividad, “hasta el punto de que se ven obligadas a dejar a sus novios por el argentino como única vía de supervivencia. Algo así como ‘si no puedes con la amenaza, te unes a ella'”.
Experimento “atroz”
El estudio ya ha recibido severas críticas por parte de varios comités éticos que lo han juzgado de “atroz” a causa del “innecesario tormento en nombre de la ciencia al que se ha sometido a los voluntarios”. De hecho, se sabe que varios científicos vinculados a las SS, entre ellos el infame doctor Mengele, investigaron en los campos de concentración sobre la resistencia de los judíos a los argentinos. Se conducía a los prisioneros a salas donde eran encerrados deliberadamente durante horas con un argentino. “¿Pero qué os pasa, flacos? ¿Qué os pasa con estos locos? Entiendo que hay un componente emocional entre ustedes y ellos pero igual deberían compartir una cerveza y hablarlo”, gritaba el argentino, según uno de los supervivientes.

martes, 7 de junio de 2016

Diario de un escritor

Diario de un escritor
Diario de un escritor...

¡Maldición! ¡Siempre escribí sobre esto! Sobre seres marginales, enfermos de tristeza, pobres, hambrientos, derrotados y sin sueños...

Y ahora ¡Maldición! seré uno de ellos...

Miro mi presente y mi futuro, los malos días que seguramente vendrán, de miseria y hastío, suelas carcomidas y ojos con sueño.

Es fácil predecir este futuro. Hacia atrás, casi olvidados, los buenos y alegres días. Un poeta dijo: Quiero acordarme de algo que soñé en Buenos Aires, al comprobar que Buenos Aires no tenía alma...

Yo, por el contrario, quiero olvidar a Buenos Aires, a esa ciudad traidora, que promete todo y no entrega nada.

He aquí, que me alejo del viejo Pilar, donde la vida es diferente. Hay un sol y un vino distinto. Donde el paisaje hace florecer los anhelos ocultos y revela el destino. Aquí, sí se puede ser feliz, pero en mi caso, el viento del Norte tenía otros planes.
No soporto vivir así, atado a convencionalismos.
Sin embargo, la libertad que anhelo, tiene un alto precio que deberé pagar.

Seré amigo de ladrones y prostitutas. Me mimetizaré en las madrugadas temerarias de lobo que aúlla a la luna. Aprenderé del naipe marcado, del botellazo a tiempo, la huida apresurada.
Bailaré sobre el vaho de los insultos y las palabrotas en los bares del Puerto. Allí estará la aventura, el recuerdo, el olvido...En los muelles, la densa niebla será horadada por las linternas policiales, que buscarán al vagabundo errante que se ríe de la vida y de los hombres.

En el mísero hotelucho, los gnomos vendrán a mí, trayéndome briznas de sol. Y después de la espesa borrachera, llegarán mis recuerdos de aquellas mujeres, que me amaron por amor.

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Estas líneas estaban escritas en un cuaderno lleno de anotaciones, en la habitación de un hotel de la zona del Puerto, de un amigo que quiso vivir antes, la aventura que escribiría después. Murió de una cuchillada en el corazón, en una riña callejera, según anunció la policía a sus atribulados familiares. Toda la ciudad de Pilar lamentó su triste final.

A la memoria de Sebastián Salas.

martes, 9 de julio de 2013

Mi primera novia

Mi primera novia
Mi primera novia (Bombacha Veloz)


Me había encandilado su hermosura. Era linda de verdad y su cuerpo me enloquecía de manera tal, que una vez me agarró fiebre.

Pero no me daba ni la hora. Aducía que yo era muy chico para ella y que solo salía con muchachos grandes, de su misma edad. Tenía 17 años y yo solamente catorce.

Pero pronto se hizo mala fama. Los muchachos comenzaron a contar que se acostaban con ella y quizás la mitad eran mentiras, pero la otra mitad, yo sospechaba que era verdad. No me importaba nada. Solo quería tenerla para mí, ser el objeto de sus pensamientos, el motivo de sus alegrías. Le perdonaría todo, si es que era verdad, el motivo por el cual la apodaban Bombacha Veloz.

Todo se volcó a mi favor, cuando el Pato Saldívar me pegó y me sacó sangre de la nariz por haberlo insultado llamándolo mentiroso, por contar que esa tarde se había acostado con ella, sabiendo yo que no podía ser, porque Herminia, ese era su nombre, había estado en la Biblioteca preparando un trabajo de literatura y yo estuve toda la tarde sentado a dos pasos de ella, suspirando y tratando que me dirigiera la mirada.

El Pato Saldívar se enfureció y me invitó a pelear en el patio trasero del Liceo. Imposible negarme, a pesar que el Pato tenía casi 18 años ya que había repetido como tres veces

tercer año. Mis amigos me aconsejaron que me pusiera un corcho de botella en cada mano para que mis trompis dolieran más, pero igual meneaban la cabeza como dando por descontada la victoria del Pato. A la hora de salida de clases, pensé en correr a mi casa antes que el Pato me viera, pero se me acercó Herminia y me plantó un beso en plena boca y me dijo que yo era su campeón. Quedé obnubilado. No sé de donde me creció una fuerza y un valor extraordinario y me dirigí a enfrentar al Pato, entre el griterío de mis compañeros.

El Pato me esperaba sonriendo, seguro de su victoria. Apreté con fuerza los puños que encerraban los corchos, uno en cada mano. Alguien me empujó contra el Pato, quien me recibió con un trompazo en la nariz, que me hizo saltar lágrimas y sangre y ahí se terminó la pelea. Trastabillé hacia atrás y caí en los brazos de Herminia quien me cubrió de besos mientras me restañaba la sangre que había brotado de mi nariz. El Pato no alcanzó a darme otro tortazo, porque se le fueron encima todos mis compañeros de segundo año y le dieron una terrible paliza, a él y a cinco de sus amigotes de quinto año. Ahora, a la distancia en el tiempo, sigo convencido que esa paliza se la merecían. Eran los grandulones del Liceo que siempre se abusaban de los más chicos. Nada pudieron hacer frente a una jauría de 32 enfurecidos estudiantes.

Desde ese día, Herminia fue mi novia, con todos los beneficios y atributos que ese estado merece. Igual la siguieron llamando Bombacha Veloz, pero se cuidaban mucho de decirlo en mi presencia. Cuanto me gustaría saber de ella ahora para reírnos juntos de nuestros escarceos amorosos. Ella me enseñó muchas cosas y yo solo podía darle mi inexperiencia y el metejón que tenía con ella.

No se como, se enteró mi madre, de nuestra relación y me hizo un escándalo terrible, y Herminia decidió poner punto final a nuestro amor cuando llegué a su casa con mi valija, dispuesto a hablar con sus padres para vivir con ella para siempre.

Cuando miro a los muchachos de hoy, de 14 años, no logro comprender como a esta edad son tan maduros. En mis tiempos recién nos poníamos pantalón largo y del amor nada sabíamos, quizás con la excepción de mi persona, porque siempre fui medio adelantado para los demás de mi edad. Eso me trajo muchos inconvenientes después, porque ninguna madre permitía a su hija que charlara siquiera conmigo, ya que yo tenía un “pasado”. Todo el mundo sabía de mi aventura amorosa con Bombacha Veloz, que duró mas de cuatro meses. Así que poco disfruté de los bailes en casa de familia o los organizados en el Liceo porque las madres desconfiadas me vigilaban de cerca.

Creo que eso me marcó para siempre. ¡Nunca pude soportar a una suegra!


domingo, 24 de julio de 2011

Déjà vu

Dèjá vu…

Creo que no soy la única persona que ha tenido una experiencia

así. Varias veces he escuchado relatos de gente que de pronto se

encuentra ante una situación, que le parece haberla vivido con

anterioridad. Después rebuscando en la memoria se dan cuenta

que es imposible que ello haya ocurrido, pues jamás han estado

en ese país o en ese lugar, al menos en esta vida.

Lo que me ocurrió, me ha tenido desvelado por mucho tiempo.

Estaba en el aeropuerto de Ezeiza, haciendo la fila para el checkin

y para despachar mi equipaje, pues estaba a punto de partir a

Chile. Yo me encontraba en la fila de Aerolíneas Argentinas, que

era la compañía por la que viajaba y a unos metros más allá había

una fila para realizar el mismo trámite de las personas que

viajaban a México por otra compañía aérea.

Me llamó la atención la figura de una mujer que se encontraba en

esa fila. Me pareció que era alguna conocida. Como la veía desde

atrás me adelanté en la fila para poder verle la cara. Cuando la vi,

no me quedaron dudas. Su cara, de una belleza singular era

imposible de olvidar. Traté de hacer memoria. ¿De dónde conocía

yo a esa hermosa mujer?

Ella pareció darse cuenta que era observada con insistencia y se

volvió hacia mí. Cuando me vio, no pudo disimular un gesto de

asombro. Le sonreí amistosamente, pero ya ambas filas

avanzaban y aunque no le quité la mirada y ella tampoco lo hizo,

trataba por todos los medios de recordar de donde la conocía.

Para salir de dudas tendría que hablarle. Terminé con mis

trámites y ella estaba haciendo lo mismo. Miré mi reloj. Tenía

exactamente 15 minutos antes de abordar. Suficientes para

aclarar con ella de dónde nos conocíamos.

Creo que ella pensaba igual que yo. Nos acercamos

sonriéndonos.

—¿Ernesto? —me preguntó dubitativamente…

Yo me llamo Edgardo Mauricio y me dio un poco de fastidio que

no se acordara de mi nombre. Pero yo tampoco me acordaba del

nombre de ella y así se lo dije.

—Perdóname, pero no logro recordar de donde te conozco . Sé

que nos conocemos de algún lado e incluso me causa mucha

alegría verte… pero tengo la mente en blanco…

—Yo solo recuerdo que te llamas Ernesto, pero no logro ubicarte.

Me parece conocerte de toda la vida, pero no recuerdo ningún

detalle de nuestra amistad…

—Me pasa lo mismo. Sé que contigo tengo un grado de afinidad y

confianza, pero… mi nombre es Edgardo y no acostumbro a

mentir sobre mi nombre. ¡Ahora recuerdo! ¡Tú eres Melisa!

—¡Nó, mi nombre es Ariadna! Y estoy segura que tú te llamas

Ernesto.

—Vamos a sentarnos a la cafetería y tratemos de aclarar esto…

Se cansaron de llamarnos de ambas aerolíneas para que

embarcáramos. Estábamos enfrascados en una conversación que

no podía cortar por nada del mundo y ella tampoco. Mentalmente

le dijimos adiós a nuestras valijas. Ya las recuperaríamos…

Luego de muchas confidencias e imaginación para llenar los

espacios vacíos de los recuerdos de cosas que jamás habíamos

vivido, llegamos a una sola conclusión: Nos habíamos conocido

en otra vida, en otro tiempo, quizás en otro espacio, en otra

galaxia o en la conjunción de un sueño compartido, en el que

fuimos meros objetos del destino.

Yo recordé que me llamé alguna vez Ernesto, que era un pianista

no lo suficiente bueno como para dar conciertos, pero era un

profesor de piano bastante aceptable.

Melisa era una de mis alumnas favoritas. Además de nuestras

edades, nos unía el amor por la música romántica.

Chopin, Liszt, Brahms, Debussy, etc. eran nuestros autores

favoritos y en especial Karulinus.

—A mi también me gustaba mucho Karulinus, eso lo recuerdo —

me dijo Melisa— pero no te podría nombrar ni una pieza de él.

—Tampoco recuerdo nada de él. Pero eso no es extraño, ya que

no sé nada de piano, ni de acordes ni de corcheas. Es más, ni sé

cuantas teclas tiene un piano.

—Es muy extraño esto que nos está pasando. Hasta ahora sólo

hemos tratado de armar una vida anterior en base a suposiciones

y recuerdos, posiblemente de sueños y quizás es una simple

coincidencia que nos hayamos reconocido sin habernos visto

jamás.

—Yo recuerdo perfectamente cual fue la pieza que tocaste

completa por primera vez y que me llenó de orgullo ser tu

profesor.

—¡No me la nombres!, ¡No me la nombres! Yo sé bién cual fue y

anotaré su nombre en este papel. Tú debes hacer lo mismo y

confrontaremos y si coincidimos en el título, querrá decir que

estamos bien encaminados y que este “déjà vu” es real y no

cejaremos hasta descubrir la verdad.

Me dio un poco de miedo ver su férrea decisión. Las cosas

inexplicables siempre me causan temor y creo en fantasmas y

aparecidos y milagros y en brujas y brujerías, todas cosas que me

quedaron por haber sido criado por mi abuela, una señora gallega

supersticiosa que creía en todo lo que fuera contrario a la razón.

Fui hasta el mostrador de la cafetería, tomé dos servilletas y

escribí en cada una de ellas. Las puse en dos bolsillos deferentes.

Regresé a la mesa y tomé el papel que ya tenía escrito Ariadna-

Melisa. Decía: “Consolación No. 3 en Re bemol mayor” de Liszt.

Casi con pena saqué mi papel. Vi que sus ojos se humedecieron

cuando leyó: “Para Elisa” de Beethoven…

Nunca más volví a verla. Quizás haya sido para mejor. Hay ciertas

cosas que no se deben cambiar. También debo añadir a mis

temores: las paradojas.

Ayer recibí un llamado en mi celular. Era Ariadna. Jamás imaginé

que podría ser ella. Le dí mi tarjeta en forma automática, sin

pensar siquiera que ella me llamaría algún día. Ya pasaron seis

meses desde la última (y primera) vez que la vi.

Fue en un aeropuerto. Yo iba a Chile y ella regresaba a México.

Nos vimos por primera vez y nos pareció reconocernos de algún

otro lugar, en otras circunstancias. Charlamos mucho y ella sacó

en claro que era sólo una casualidad, los recuerdos en común

que ambos teníamos. Yo pensaba de otra manera, pero mi natural

cobardía me impidió continuar razonando y buscando respuestas.

Ya aclaré que creo en todo lo que es contrario a la razón. Por eso

me alegré cuando ella decidió no seguir escarbando en la nada.

Pero yo siempre supe que la nada no existe. Siempre, siempre,

por descabellado que parezca, siempre hay algo, quizás alejado

de nuestro entendimiento. También sé que no es conveniente

averiguar mucho en las cosas ocultas o extrañas ni maravillosas.

Para mí, un arco iris comienza y termina sólo donde lo ven

nuestros ojos. Ni más allá ni más acá.

Ariadna me llamó para decirme que hoy llega a Buenos Aires y

que le gustaría discutir un tema conmigo. No me lo podía

anticipar por teléfono, pero era algo relacionado con nuestra

conversación anterior. Me estremecí. Yo tenía esa conversación

guardada en mi mente, en la sección Olvidar, porque era eso lo

que deseaba. No meterme en profundidades de las cuales no

sabría salir, sin resultar herido.

Me ví obligado a ofrecerme para venir a esperarla al Aeropuerto. Y

aquí estoy. Los indicadores me dicen que el avión ya aterrizó.

Calculo una media hora en la Aduana y en los trámites de

inmigración y acá me encuentro con la boca seca y lleno de

nervios, esperando su aparición por la puerta de arribos. Me

negaré rotundamente a seguir indagando sobre ese dèjá vu, que

me asusta y que prefiero dejar pasar. Lo que no se sabe no hace

daño.

Allá viene empujando un carrito con algunas valijas. Es en

realidad más linda de lo que recordaba. Debe tener unos treinta y

dos años, rubia, ojos claros. Trago saliva y me acerco a ella. Me

abraza y me planta dos besos. Uno en cada mejilla. Su suave

perfume me embriaga y ya sé que estoy perdido.

Ya sé que haré lo que ella me pida. Maldita falta de personalidad o

lo que sea, que cualquier mujer bonita hace lo que quiere de mí,

como si yo fuera una blanda arcilla en sus manos.

—Llévame a mi hotel, ahí en la calle Rivadavia. Se llama Buenos

Aires Top Hostel y voy allí porque me conocen. Me dejas ahí y

regresas a las 10 de la noche a buscarme, que tenemos que ir a

un lugar donde se despejarán muchas de las dudas que nos

quedaron la última vez.

—¡Yo no tengo ninguna duda! —protesté, sin mucha

convicción…La verdad es que no me gusta andar de noche por

ahí y menos con una mujer como Ariadna. Buenos Aires suele ser

peligroso y más aún de noche. Tendré que traer un arma para

nuestra seguridad.

10 de la noche:

Mucha gente en la calle, muchos turistas y algún policía por aquí

y por allá, me dan cierta tranquilidad y más aún cuando me palpo

la pistola que llevé. Baja Ariadna y me da una dirección.

—Es cerca de las calles Pedernera y Castañares —me dice muy

tranquila.

Clavo el freno. Ni loco voy al bajo Flores a esta hora. Así se lo

digo. Ni aunque llevara una ametralladora. Una hermosa sonrisa y

un beso en la comisura de la boca me convencen. Allá vamos.

Es un viejo cine-teatro de barrio, donde han sacado las butacas,

las alfombras y han alisado el piso. Ahora es un salón de baile,

pero manteniendo el viejo escenario, con sus molduras

descascaradas y los dorados ennegrecidos por el tiempo. A un

costado un enorme piano de cola, despintado, con las teclas

amarillas, parece un hipopótamo bostezando. No hay nadie, salvo

un hombre de oscuro ensayando un paso de baile, con fuertes

golpes de tacos y acompasado zapateo.

En el escenario en penumbras, parece bailar con su propia

sombra. Vestido todo de negro, un sombrero de anchas alas,

enturbia más aún la ensombrecida oquedad de sus ojos.

La miro a Melissa (no sé porqué la llamo así, ahora) y la veo

extasiada, contemplando al hombre de negro. Él sigue bailando.

Sus pies, traen mensajes de los hondos de la memoria y de

encrucijadas mortuorias.

Sin desearlo me acerco al piano, me siento y comienzo a deslizar

mis dedos por las teclas, desenredando músicas remotas. El

hombre de negro sigue el hilván musical con sus pies cariciosos,

en perfil confuso, tras las melodías y danzas perdidas, en un

revivir prohibido. Apenas alienta y resplandece de entre las

penumbras.

El hombre me mira, con sus ojos brillantes, pero sin norte en el

mirar.

Destellos astrales bajan a sus pies. Quedan en lo oscuro su cara

y su cuerpo en danza.

Lo tapujan mantos de penumbras, desdibujando los contornos,

incluso del enorme piano que toco con facilidad, sin saber tocar,

melodías que no conozco pero que brotan con naturalidad de mis

dedos.

Melissa se une en la danza con el hombre de negro. Mis melodías

son llamas del fuego sin quemazón ni porfías. Todo es caricia

entristecida, penar dulcificado. Ellos bailan rememorando formas

escondidas en el transcurrir de los tiempos. Su baile es un oscuro

adentrarse. De pronto mi conciencia se rebela y veo en mi

adormilado alerta, asomar a su arte, un festejo mortuorio. Ellos

son los que bailan, sí, pero sostenidos por bailarines muertos.

Asoman balbuceos extraterrenos a su plástica ensombrecida.

Forcejea hasta salirse del espejo trizado del tiempo por mediación

del artificio del baile.

Para remirarlo, fuerzo mis pupilas. Lo veo con carga del penar

yacente. Sospecho que el hombre tiene tratos con la Muerte.

Haciendo un enorme esfuerzo, dejo de tocar y de un manotazo

logro hacer caer la tapa del piano, en una nube de polvo. El

hombre de negro desaparece y Ariadna cae de rodillas al suelo,

cubriéndose la cara como para evitar la luz que ha inundado el

escenario. Afuera se escuchan tañidos de campanas,

ahuyentando a otras sombras que estaban absortos mirando el

bailar del hombre de negro. Entre las sombras que huían, una de

ellas miró hacia mí y reconocí a mi padre, fallecido, cuando yo era

niño. Nadie irrumpe con gestos ni avanza a musitar un

desacuerdo. Tan solo desaparecen, apretando los labios para

degustar instantes que nunca por nunca volverán. Levanto a

Ariadna y la guío hacia la salida. La siento en el auto y me alejo

manejando despacito. Ella solloza en silencio.

—¿Qué querías encontrar, Ariadna? —le pregunto dulcemente,

sabedor que nunca me daría la respuesta. La dejo en su hotel.

Pasaron dos días desde que estuve con Ariadna en el bajo Flores

viendo bailar a un hombre de negro, mientras yo tocaba el piano.

Pero no estaba seguro que eso hubiera ocurrido en realidad. Así

que al mediodía, con el sol bien alto me dirigí a Pedernera y

Castañares buscando el viejo Teatro pero no lo encontré. En el

lugar donde me pareció que debía estar, solo era un sitio baldío,

donde estaban unos vagabundos acurrucados bebiendo de una

botella.

—¿Alguien conoce donde está el teatro viejo, por acá cerca? —

les pregunté.

—En esto, que ahora es un baldío, hubo un Cine-teatro que se

incendió, pero hace muchísimos años… —me aseguró uno de los

linyeras.

Me fui para el centro. Iría al hotel donde había dejado a Ariadna y

trataría de aclarar las cosas con ella. Mi curiosidad venció a mi

cobardía y ahora quiero saber todo. Es demasiado misterio para

mí y no consigo apartar de mi cabeza esa escena maravillosa y

terrible, donde Ariadna bailaba con el hombre de negro. Y

además quiero saber porqué yo tocaba el piano, sin que jamás

haya estudiado nada de música y menos de piano.

El Top Hostel, por suerte sí estaba.

Pregunté por la chica mexicana; — Ariadna se llama —le dije al

conserje, quién me hizo esperarla en la recepción.

Al rato bajó ella. Casi no la reconocí. Tenía enormes ojeras y los

ojos irritados, quizás por haber llorado mucho. Me miró como si

me hubiera estado esperando.

—Vamos —me dijo tomándome la mano.

Iba a seguirla, a dejarme llevar no sé a donde, pero hoy me

levanté como si me hubiera comido un león y soltándole la mano

le dije que quería saber primero a donde íbamos y por qué

motivo. Así que la tomé de un brazo y la metí en el Café de la

esquina.

Pedí dos cortados, pero ella prefirió un té.

—Primero quiero que me digas tu verdad —me dijo ella —y luego

te daré todas las explicaciones que quieras. ¿Recuerdas que me

dijiste la vez pasada que yo había tocado el tema “Para Elisa” y

yo creía que había sido una pieza de Liszt?

—¡Sí, recuerdo! Te mentí. Yo también supe que era la

Consolación de Liszt la que tocaste completa por primera vez.

Pero escribí en dos papeles diferentes, porque tenía miedo.

Todavía tengo ese oscuro temor a lo desconocido, pero ¿como

supiste que te había mentido?

—Fue mucho tiempo después, cuando recordé que ambos

creíamos que uno de los compositores favorito nuestro era

Karolinus.

—Lo recuerdo y sé que me gusta todavía…

—¿Cuánto hace que escuchaste un tema de él, por última vez?—

me preguntó

Titubeé. En realidad no lo sabía y así se lo dije.

—¡Jamás en tu vida actual lo has escuchado, porque Karolinus no

existe!

Su afirmación me sorprendió. Ella continuó hablando con

seguridad

—Lo busqué en todas las enciclopedias de música, en cuanto

libro encontré. He interrogado a músicos, a profesores de música

y nadie, pero nadie lo sintió nombrar. Al menos en estos últimos

siglos…

—Pero no puede ser muy antiguo ya que tocabas a Liszt y este

compositor es de mil ochocientos cincuenta o algo así. Y si tú

sigues creyendo que ambos vivíamos por esa época…

—Lo que yo creo es que tuvimos una vida en otra dimensión y

que Karolinus pertenece a esa dimensión o época y por eso acá

nadie lo conoce…

—Pero entonces, tú y yo somos de esa dimensión y ¿qué

hacemos aquí ahora?

—Eso, mi querido Ernesto, es lo que deberemos averiguar…

Creo que todavía estoy a tiempo de salirme de este embrollo,

antes que pase algo malo. Pero quién puede renunciar a la

posibilidad de descubrir algo nuevo, algo que deje a la

humanidad asombrada y maravillada. Algo que puede echar abajo

a todas las religiones. Si el Vaticano tembló ante la novela de Dan

Brown, el famoso Código da Vinci, ¿que ocurrirá si se sabe que

una hermosa chica junto con un boludo que se cree escritor,

andan tratando de probar que existe otro mundo paralelo, en el

cual la Humanidad ya ha vivido o vivirá algún día? Y la Muerte

entonces ¿Es solo la transición entre este mundo y esa otra

dimensión?

—Posiblemente estemos muertos en ese otro mundo y renacimos

acá. Tú en Chile y yo en México—me comentó Melissa

—Y dio la puta casualidad que nos encontráramos y nos

reconociéramos y nos metiéramos en este lío —le dije un poco

molesto —Y si llegamos a morir acá, posiblemente renaceríamos

allá…¿No te parece?

—Creo que esa podría ser una respuesta —afirmó Melissa

—Ahora dime,¿Qué fue eso de la otra noche? El hombre de

negro, el viejo Teatro, yo tocando el piano, tú bailando una

música imposible…

—Vas a tener que creerme, pero no recuerdo nada de eso que

dices. Yo vine a la Argentina, por recomendación de un viejo

chamán, a ver a un familiar suyo, que vive en Pedernera y

Castañares y que me iba a ayudar a descubrir el pasado de mi

pasado.

—¿Hay chamanes en México? —le pregunté desconfiado…

—En todas partes hay hechiceros, adivinos y personas que

practican el chamanismo. Yo estudié mucho sobre ello. Es un

culto del paganismo de Oriente difundido entre los pueblos de

Siberia, los ostíacos, los tungusos, los kanchadales, los

samoyedos, etc. y se basa en los estados de éxtasis o de congoja

que provocan con sus danzas ejecutadas al son del tambor, de

noche y a la luz de las hogueras. Cuando alcanzan esos niveles,

de éxtasis o de congoja, es cuando se le pueden preguntar las

cosas que nos interesan y nos responderán, a veces

directamente, otras, con elipsis. Se extendieron por todos los

pueblos y en México, principalmente en la zona del Yucatán,

todavía quedan viejos adivinos a los que es posible consultar.

—Y el hombre de negro que bailaba, ¿quién era?

—No recuerdo haber visto nada de eso. ¡Ya te lo dije!

—Entonces ¿qué haremos para seguir investigando? —le

pregunté

—Vayamos a esa dirección a buscar al familiar del chamán

mexicano…

—Pero…yo vengo de allí y no hay nada de lo que había

anoche…—le dije

—Entonces, tendremos que ir al anochecer y esperar lo que el

destino nos quiera brindar…

El solo pensar en regresar esta noche a ese misterioso Teatro, si

es que lo encontramos y poder salir de ahí, sin mayor problema,

se me hacía algo medio imposible, pero de súbito un pensamiento

vino a mi mente: Entre las sombras de anoche, me pareció ver a

mi padre. Lo reconocí a pesar de que yo tenía diez años cuando

murió. Estoy seguro que el también me vió. Seguro que me

protegerá si algo me amenaza. Me lo debe…

Esa noche fuimos al Bajo Flores nuevamente. En la noche, todo

se ve diferente y en esa zona, de por sí, misteriosa, la oscuridad y

el silencio contrastan enormemente con las luces y el bullicio del

centro.

Incluso el alumbrado de las calles daba un tono amarillento a las

despintadas casas del viejo barrio. Dejamos el auto bajo un farol

caminamos tomados del brazo hacia donde recordábamos que

estaba el teatro. Nuestros pasos resonaban en el silencio como

malas palabras pronunciadas en un templo. Al llegar a una

esquina lo vimos por fin. Allí estaba el viejo teatro al que estaban

llegando muchas personas.

Por un momento pensé que esa sólida construcción jamás se

había movido y que yo, cuando vine a pleno día, me equivoqué de

calle. Todo puede ser me dije con mi fatalismo habitual.

Entramos al teatro como una pareja más, que venía a bailar. El

Teatro de pronto despertó y comenzó a sonar una orquesta de

tango, que estaba ubicada en el descascarado escenario. Y

comenzó el baile.

Melissa y yo nos sentamos en una de las mesas del lugar.

Era una escena increíble. Decenas de personas bailando

ritualmente un hermoso tango. Ningún pintor podría fijarla con

sus pinceles.

El tango que tocaban era “Gallo ciego” (uno de mis favoritos). Lo

reconocí con alivio y al saberlo cosa mía, me ayudó a abstraerme

de la ensoñación, de tiempo y espacio que sus notas producían a

los que bailaban.

Melissa, acodada en la mesa, cerró los ojos para escuchar mejor

la melodía, mientras yo trataba de no dejarme arrastrar a las

honduras de la desorientación y del descamino.

Quería estar alerta y observar todo lo que sucediera.

Necesitábamos respuestas y la posesión de fugaces visiones y la

retención de vagarosas presencias danzarinas, cuasi inasibles,

que nos pudiera ayudar a asistir al convite del festejo de la Vida,

de esta Vida y de la otra, que sospechábamos de un increíble

dulzor, sin dejar amargos.

En lo más animado del baile, ahora era Mala Junta lo que tocaba

la orquesta, entró el personaje de negro, con chalina colorada.

Era el mismo que la noche anterior danzaba solitario en el

escenario del Teatro vacío. Al que acompañé con el piano.

Prestamente ganó el hombre un rincón, el más apartado de la sala

y allí se dejó estar en su oír y en su mirar.

Al rato se decidió. Vino donde estaba Melissa y sin mirarme,

gentil y atencioso, le ofreció su brazo, invitándola a bailar. Ella me

miró como pidiéndome ayuda o que la protegiera. Le sonreí

tranquilizándola.

Salió a la pista con el oscuro y misterioso personaje, mientras la

orquesta se desmelenaba con La Cumparsita.

En una mesa de enfrente mío, estaba una dama que me miraba

con complicidad. Decidí abordarla. Tenía yo, muchas preguntas

en la punta de la lengua y no tenía a quién formulárselas. Le hice

una seña con la cabeza, invitándola a bailar. Una brillante sonrisa

fue la respuesta y enseguida la tuve en mis brazos. A pesar de ser

ella un poco excedida de peso, se movía con una ligereza que

contrastaba con mi torpeza habitual.

Estaba siguiendo a Melissa con la mirada, cuando se me agazapó

en la niña de los ojos. Sencillamente desaparecieron de mi vista y

por más que me esforzaba por hallarla entre la muchedumbre que

bailaba, no la pude encontrar.

La mujer que bailaba conmigo, seguramente se preguntaba la

causa de mi porfía buscona. Yo la arrastraba en el baile con

pasos inventados para girar, para avanzar, para regresar

buscando a Melissa.

La mujer de encendidos fuegos que se abrazaba con fuerza a mí y

apoyaba su cabeza en mi hombro, se molestó y me preguntó con

seca voz:

—¿Qué andas buscando, hombre mecido por los desacuerdos de

tu alma?

—Ando buscando a alguien con quien tratar. A alguien que me

indique el camino a la libertad de mi alma…

Se detuvo en mitad del baile y nos encaminamos a la mesa de

ella.

—Trata conmigo.—me dice, insinuante —Trata conmigo y tendrás

todo lo que andas reclamando y tanta falta te hace para ser feliz.

Trata conmigo y dejarás de arrastrar miserias encadenadas. Te

verás lleno de un todo y te sobrará para los goces de la vida…

Me recorrió un escalofrío y levantándome le dije:

—No necesito riquezas. No las ansío. Lo que busco es otra cosa

que tú no me podrás dar. ¡Gracias!

La mujer se desentendió de mí y siguió esperando a otro incauto

que la invitara a bailar.

Me senté en mi lugar dispuesto a esperar a Melissa y pedí una

bebida al mozo que se acercó a ofrecerme algo.

Al terminar el tango siguiente, se acercó Melissa acompañada por

el hombre de negro.

Me lo presentó diciéndome: —Este señor es quien nos puede

ayudar…

Lo invité a sentarse con nosotros y cuando el mozo me trajo mi

bebida le ofrecí a él y a Melissa algo que tomar y mientras ella

pedía una menta frappé, el se despachó pidiendo un ajenjo. Una

lucecita de alerta se encendió en mi conciencia, aletargada por el

sinnúmero de emociones y trataba de escarbar en mi memoria,

donde había leído de alguien que era un adicto al ajenjo. No lo

pude recordar.

—Pueden preguntar lo que les interese —nos dijo el hombre —

que de buena gana les responderé.

—¿Porqué nos ayudará? —le pregunté desconfiado…

—Tengo que ayudar a Melissa a regresar de donde no debió salir.

Sonrió enigmáticamente al ver que se me quedé boquiabierto por

el asombro…

Melissa me tranquilizó:

—Ya sé casi todo, Edgardo —me dijo — La que soy de otra

dimensión soy yo. Por eso , aunque tengo 32 años, no guardo

memoria sino desde los 20. Mi familia, porque tengo una familia

en México, creía que era una especie de Mal de Alzheimer al revés

y que yo había perdido la memoria de mis primeros 20 años al

sufrir el accidente que mató a mis padres.

Yo no entendía muchas cosas y así se lo dije:

—Pero y yo…¿Dónde entro yo en esta historia?¿Porqué

pensamos que era tu profesor de piano en tu dimensión?

Acá intervino el hombre de negro diciendo:

—Te diré algo, que espero que puedas comprender. No existen

dos mundos paralelos. Existen muchos mundos y dimensiones

paralelas. La Humanidad o… lo comprenderás mejor si te digo

que el número de hombres y mujeres existentes, es un número

fijo. Somos 3,141593 mil trillones de seres. Entiendo por la cara

que pones que no conoces ese número. Sin embargo hubo en

este mundo muchos sabios que se acercaron a la verdad.

—¿Y dónde están ahora esos sabios?

—Todos están en otras dimensiones, lejos unos de otros y con

nuevas personalidades. Te contaré algo gracioso. Alberto

Einstein en este momento es portero de un colegio en un país

parecido a la China de ustedes y es inmensamente feliz.

—En ese número que me diste, ¿Están incluídos los animales ,

los insectos, etc?

—¡No! Esas son sólo proteínas…

No me pude contener de preguntar:

—¿Y Jesucristo? ¿Dónde está?

El hombre de negro se sonrió, me miró fijo a los ojos,

obligándome a bajar la vista y me contestó:

—Según los archivos, en este momento está desaparecido.

Continúa siendo un rebelde y tenemos serias sospechas que

estuvo varias veces en este mundo y que alguna vez se llamó

Ernesto Guevara y otra vez fue Gandhi. Y así sucesivamente. En

cualquier dimensión que se encuentre, será un hombre bueno…

No nos preocupa, como otros…

—Cuénteme de Melissa. ¿Porqué apareció acá y porqué yo la

conozco?

—Melissa es un caso aparte. Es hija de dos seres maravillosos,

que en su bondad no supieron educarla con rigor y su rebeldía se

debe a que tiene una curiosidad innata y supo, es decir, averiguó

por casualidad, como pasar de una dimensión a otra. Y lo hizo

varias veces.

Melissa se sonrió e intervino por primera vez en la conversación:

—Fue gracias a ti, Edgardo. Tú me enseñaste música, y deberás

saber que la música es la llave que abre la puerta intermedia entre

dos mundos paralelos o dos dimensiones semejantes.

—¿La música? ¿La música es el pasaporte para ingresar en tu

mundo?

—Sí y eso lo descubrí tocando algo que tú me prohibías. Decías

que era muy complejo para una aprendiz y que representaba un

mundo en guerra, ya que habían caballos, desfiles militares,

combates, etc. Cuando me sentí verdaderamente capaz de

hacerlo bien , lo hice., y descubrí que no tenías toda la razón. Esa

música no era solamente de guerra. También había paz y

granjeros cosechando y madres riendo, etc. Buscando separar lo

brioso de la guerra de lo pacífico y normal, descubrí los acordes

necesarios para abrir las puertas del Cielo, como lo llamo yo.

—Sé a qué música te refieres. Es la Polonesa No.1, opus 71 de

Chopin

El hombre de negro se impacientó:

—Comprenderás Edgardo, que no puedo arriesgarme a dejarte

con esos conocimientos. Si alguien se enterara, sería el Caos…

—Qué harás entonces…¿Me matarás?

—No existe la muerte. No temas. Solamente olvidarás todo lo

ocurrido, referente a Melissa, a mí, y a la música.

Me puso la mano en la frente y yo al cerrar los ojos alcancé a

escuchar un clic. Un clic demasiado conocido por mí. Era el de mi

grabador de periodista al que se le había terminado la cinta.

Rogué mentalmente que no se diera cuenta el hombre de negro y

me palpara en mi bolsillo interior…

Desperté, sentado al volante de mi auto. No recordaba nada. Me

preguntaba que diablos hacía en el Bajo Flores, dormitando en el

auto, con riesgo a ser asaltado. Puse el motor en marcha y me fui

a casa.

De esto pasaron varios días hasta que descubrí esta historia

guardada en mi grabador a la que reconstruí con gran esfuerzo y

que ahora presenté a ustedes.

Espero que me crean este relato, porque la verdad es que, ¡ni yo

lo creo!

Este cuento está dedicado a todos aquellos que

jamás pudieron cumplir ni uno solo de sus sueños…

i

lunes, 23 de mayo de 2011

La oficina IX


La oficina IX



Estoy sufriendo uno de los más graves ataques de satiriasis que he tenido en mi vida. Iba a escribir “en mi puta vida” pero no queda fino.

Así me lo ha dicho la maravillosa enfermera voluntaria que se ha tomado la molestia de escribir mis memorias. A ella le dicto, como puedo, en una media lengua, porque tengo la mandíbula enyesada, este capítulo.

Lamentablemente y volviendo al tema satiriasis, al estar enyesado en forma total, no puedo obtener un desahogo sexual y al suplicarle a esta gentil y maravillosa, aparte de bellísima voluntaria que me ayude, ha puesto reparos de orden moral.

Pero me ha prometido una cosa. Lo consultará con su confesor.

Ruego al Altísimo que ilumine al maldito cura confesor y que imagine a un pobre y sufriente enfermo de satiriasis, desesperado de deseos y enyesado sin poder moverse.

Además tengo la cabeza llena de ratones y mirando a esta voluntaria preciosa, que aunque se apiada de mí, su estricta moral no le permite ni siquiera un leve cariñito a mi Carlitos (*) para aliviarlo en su dolor.

Le guiño el ojo derecho y musitando disculpas le digo a esta preciosura que debo hacer pipí. Toma el timbre que cuelga a la cabecera de la cama para llamar a la enfermera pero hago un esfuerzo tremendo y me sale un grito:!NOOOOO!

Me mira asombrada y trato de explicarle que la enfermera me cachetea a Carlitos porque se pone en su esplendor al roce de una mano femenina.

Me mira entrecerrando los ojos como preguntándose si es broma lo que le digo, pero al ver que me caen dos gruesos lagrimones que moja el yeso de mi cara, se compadece y se pone un guante en su mano derecha. Y también, con dos deditos toma a Carlitos que zapatea como bailando un malambo y lo introduce en el papagayo.

Por más que trato de mover la pelvis para que Carlitos sienta algo más que un leve roce de una mano enguantada, el yeso me tiene inmovilizado. Noto una leve sonrisa en su bonito rostro, pero desaparece de inmediato.

Me siento además, frustrado, amargado y resentido porque ninguna de mis amigas ha venido a visitarme. Claro, este es un Hospital, no es una lujosa Clínica, pero seguramente no saben lo que me ocurrió.



Ya es hora de almorzar. La gallega me deja la bandeja con mi almuerzo, pero la voluntaria ya cumplió su horario y tiene clases en la Facultad. Regresará esta noche por dos horas. Ojalá haya hablado con su confesor y este la haya autorizado a ayudarme.

Mi almuerzo consiste en una papilla semilíquida y de postre me han dejado un flan con crema. Trato de imaginarme como diablos me lo voy a comer porque la gallega no podrá meterlo en la manguera que me alimenta. Pero ella se encarga de sacarme de dudas al comérselo, saboreándolo ruidosamente. ¡Qué la parió a la gallega maldita!.



—¿Quiere hacer pis, Don?—me pregunta maliciosamente.



Muevo los ojos desesperadamente en forma negativa, pero parece que esta bestia no entiende por gestos, porque tomándome a mano pelada me introduce en la maldita botella hospitalaria. Tiene la mano caliente y eso hace que Carlitos se despierte totalmente y se infle como sacando pecho.



—¡Asqueroso, desvergonzado, insolente! —Rezonga la gallega, pero esta vez no lo abofetea.



La linda voluntaria a quien estoy dictando esto, me mira en forma interrogativa y trato de murmurar algunas palabras en for inteligibles:



—¿Muiste a mer a mu monfesor? ¿Qué tijo?



No entiende un carajo que le estoy preguntando si fue a ver a su confesor y qué le dijo y cuando lo comprende, luego de repetirlo mil veces para que lo escriba, estalla en carcajadas y pone punto final al dictado.

Ya es tarde y se tiene que ir…





Cont.

viernes, 20 de mayo de 2011

La oficina VIII




La oficina VIII

Ya no sé que me pasa. Todo me sale mal. Alguien me tiene que haber hecho una brujería o un maleficio.
Estoy en la cama, pero en la cama de un hospital. Tengo enyesado casi todo el cuerpo. Mi pierna derecha cuelga de unas poleas. Es “tracción” me ha dicho el médico. Maldita sea la tracción y la puta que la parió. Todo esto lo pienso, porque tengo la mandíbula fracturada y no puedo hablar.
La culpa de todo esto la tiene el maldito Gerente. Me dijo que había comprado una buena parte de las acciones de la Empresa de mi tío y en realidad todo era una broma. Me quiso hacer un chiste, conociendo como me gustan las bromas a mí. Pero lo que el muy cretino no sabe, es que me gusta hacer bromas, pero no que me las hagan.
Y yo, inocente y crédulo, les avisé a mis primos que viven en Francia que el tío estaba siendo estafado por Lola, la novia.
Ellos viajaron inmediatamente a la Argentina , para frenar los despilfarros del tío, que los iba a dejar sin gerencia. Son unos inmundos ambiciosos.
Como el tío estaba de vacaciones en Brasil, allá se fueron, aunque yo traté de disuadirlos, diciéndoles que el pobre tío era dueño de gastar su dinero como quisiera, pero mis primos no me hicieron caso y se fueron a Aruba.
Desde allá, mi tío llamó al gerente y este le contó de la broma que me había hecho. Seguramente mi tío también se ha reído mucho de lo inocentón que soy.
Los que no se rieron para nada, fueron mis primos quienes viajaron desde Francia y ahora me vinieron a pedir explicaciones.
Tratando de huir de ellos y de su pedido de explicaciones crucé corriendo la Avenida del Libertador, justo, justo, cuando cambió el semáforo y así me fue.
Para colmo de males me volvió la satiariasis, que es una enfermedad crónica que sufro y que me vuelve de vez en cuando. Consiste en la excitación morbosa de los órganos genitales masculinos que impulsa al individuo a la consumación frecuente del acto venéreo.
Ahora cuando viene la enfermera a ponerme el papagayo para que haga pis, tengo una terrible erección y la gallega maldita, porque es gallega la enfermera, pero de esas gallegas brutas, me aplica unas terribles bofetadas en mi miembro que me hacen ver las estrellas…

—¡Maldito y sucio desvergonzado —me dice

No le puedo contestar porque el yeso me aprieta la mandíbula.
Me alimentan sólo con dieta líquida a través de una manguerita que penetra por un agujerito en el yeso y que entra en mi boca hasta la garganta.
La gallega hija de puta me manda el líquido casi hirviendo, que me quema la garganta y me hace saltar las lágrimas.

—¿Tiene ganas de hacer pis, Don?—me pregunta

Sólo puedo mover los ojos diciéndole que no, pero no me entiende y me toma con dos dedos y me introduce en el papagayo. No puedo frenar la erección y ¡zás! Un cachetazo y luego otro.
¡Maldita! En cuanto me sane, vendré y la estrangularé. ¡Lo juro!

Cont.