lunes, 23 de mayo de 2011

La oficina IX


La oficina IX



Estoy sufriendo uno de los más graves ataques de satiriasis que he tenido en mi vida. Iba a escribir “en mi puta vida” pero no queda fino.

Así me lo ha dicho la maravillosa enfermera voluntaria que se ha tomado la molestia de escribir mis memorias. A ella le dicto, como puedo, en una media lengua, porque tengo la mandíbula enyesada, este capítulo.

Lamentablemente y volviendo al tema satiriasis, al estar enyesado en forma total, no puedo obtener un desahogo sexual y al suplicarle a esta gentil y maravillosa, aparte de bellísima voluntaria que me ayude, ha puesto reparos de orden moral.

Pero me ha prometido una cosa. Lo consultará con su confesor.

Ruego al Altísimo que ilumine al maldito cura confesor y que imagine a un pobre y sufriente enfermo de satiriasis, desesperado de deseos y enyesado sin poder moverse.

Además tengo la cabeza llena de ratones y mirando a esta voluntaria preciosa, que aunque se apiada de mí, su estricta moral no le permite ni siquiera un leve cariñito a mi Carlitos (*) para aliviarlo en su dolor.

Le guiño el ojo derecho y musitando disculpas le digo a esta preciosura que debo hacer pipí. Toma el timbre que cuelga a la cabecera de la cama para llamar a la enfermera pero hago un esfuerzo tremendo y me sale un grito:!NOOOOO!

Me mira asombrada y trato de explicarle que la enfermera me cachetea a Carlitos porque se pone en su esplendor al roce de una mano femenina.

Me mira entrecerrando los ojos como preguntándose si es broma lo que le digo, pero al ver que me caen dos gruesos lagrimones que moja el yeso de mi cara, se compadece y se pone un guante en su mano derecha. Y también, con dos deditos toma a Carlitos que zapatea como bailando un malambo y lo introduce en el papagayo.

Por más que trato de mover la pelvis para que Carlitos sienta algo más que un leve roce de una mano enguantada, el yeso me tiene inmovilizado. Noto una leve sonrisa en su bonito rostro, pero desaparece de inmediato.

Me siento además, frustrado, amargado y resentido porque ninguna de mis amigas ha venido a visitarme. Claro, este es un Hospital, no es una lujosa Clínica, pero seguramente no saben lo que me ocurrió.



Ya es hora de almorzar. La gallega me deja la bandeja con mi almuerzo, pero la voluntaria ya cumplió su horario y tiene clases en la Facultad. Regresará esta noche por dos horas. Ojalá haya hablado con su confesor y este la haya autorizado a ayudarme.

Mi almuerzo consiste en una papilla semilíquida y de postre me han dejado un flan con crema. Trato de imaginarme como diablos me lo voy a comer porque la gallega no podrá meterlo en la manguera que me alimenta. Pero ella se encarga de sacarme de dudas al comérselo, saboreándolo ruidosamente. ¡Qué la parió a la gallega maldita!.



—¿Quiere hacer pis, Don?—me pregunta maliciosamente.



Muevo los ojos desesperadamente en forma negativa, pero parece que esta bestia no entiende por gestos, porque tomándome a mano pelada me introduce en la maldita botella hospitalaria. Tiene la mano caliente y eso hace que Carlitos se despierte totalmente y se infle como sacando pecho.



—¡Asqueroso, desvergonzado, insolente! —Rezonga la gallega, pero esta vez no lo abofetea.



La linda voluntaria a quien estoy dictando esto, me mira en forma interrogativa y trato de murmurar algunas palabras en for inteligibles:



—¿Muiste a mer a mu monfesor? ¿Qué tijo?



No entiende un carajo que le estoy preguntando si fue a ver a su confesor y qué le dijo y cuando lo comprende, luego de repetirlo mil veces para que lo escriba, estalla en carcajadas y pone punto final al dictado.

Ya es tarde y se tiene que ir…





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