Estoy de novio..
Me invitaron a cenar las Oyarzunes.
Me presenté al mediodía con una botella de vino primorosamente envuelta. Se miraron desconcertadas. Me habían invitado para la noche, pero yo había llegado alegremente a almorzar.
No se atrevieron a echarme. La madre y las tres hijas rapidamente dispusieron un cubierto más en la mesa y la vieja corrió a la cocina, mientras Mercedes y una de sus hermanas me entretenían con chismes y risitas. La otra por el portazo que escuché, debió ir a la rotisería, a comprar algo de apuro.
Me senté en un silloncito y crucé mis piernas. La derecha sobre la izquierda. Por la mirada que cruzaron, comprendí que se habían dado cuenta enseguida que llevaba los zapatos de diferente color. Uno negro y otro marrón. Nada dijeron. Eran unas mujeres muy bien educadas. La menor (38 años) se dirigió a ayudar a su mamá, según dijo y Merceditas quedó sola conmigo, retorciéndose las manos nerviosamente mientras yo le parloteaba de mis aventuras en el túnel del Metro, donde me metí distraídamente.
Apareció la madre con una enorme sopera y nos invitó a la mesa.
Se sentó como buena anfitriona, a la cabecera, y con un cucharón servía la sopa en cada plato y me los pasaba a mí para que yo se lo alcanzara a mi vecina y esta a la otra. A los tres platos que me pasó, los tomé de manera tal que mi dedo pulgar quedaba sumergido en la sopa. Después me lo chupé. Todas hicieron como si no hubieran visto nada.
La sopa estaba riquísima y por los ruidos que hice al tomarla se dieron cuenta que me gustó. Luego rebañé el plato con un trozo de pan y quedó limpito.
El plato principal era pollo al spiedo, seguramente del negocio de la esquina, con una ensalada de lechuga y tomate.
-¡El pollo, la empanada y la mujer, se toman con la mano! –exclamé con voz aguardentosa.
-¡Por supuesto!
-¡Claro que sí!
-¡Con confianza!
Me serví otro buen vaso de vino y traté de servirle a ella s pero todas declinaron.
Agarré la pata de pollo que me habían servido y le metí el diente con fruición.
-¡Coma, Doña, coma! –exclamé, -¡Ud. está muy flaquita! –añadí pellizcándole la pierna a la mamá
-¡Y tú, Olguita, no comas tanto, que estás gorda como una ternera!
Pobre Olguita. Se puso roja como un tomate.
La madre cambió de tema:
-¡Dime, Sergito, ¿Cuáles son tus planes ahora que has abandonado tus estudios?
La miré con una sonrisa de suficiencia y le contesté:
-¡No voy a estudiar más porque no me hace falta! Con lo que gané en la lotería, tengo para vivir bien, yo, mi familia y mi descendencia.
Al decir esto, le guiñé un ojo a Merceditas, quien me envió un beso con los labios fruncidos.
Ahí, como sin querer, Felicitas preguntó para cuando sería la boda.
-Si Mercedes quiere, nos casaremos en un mes a más tardar.
La madre intervino radiante: -Entonces empezaremos ya mismo con los preparativos para la boda. El vestido, los invitados, la fiesta, la iglesia...
-¡Tío Isidoro cooperará con las invitaciones! –dijo Olga
-¡La tía María de los Angeles nos prestará la casa! !Es una casona enorme! Un verdadero palacio -aseguró Mercedes.
-Y Ud. Sergito ¿Con qué va a cooperar? –me preguntó la madre.
-Yo voy a poner lo más importante...!El novio!
Todas se rieron, festejando el chiste, pero al ver que yo lo había dicho muy seriamente, se hizo un silencio abrumador.
La madre pidió a sus hijas que retiraran los platos de la mesa y que trajeran el postre.
Me dí cuenta que quería hablarme a solas.
-Verá Ud. Sergito –me dijo melosamente –Yo a usted lo quiero como al hijo que no tengo y Merceditas está loca de amor por Ud. y en base a ese cariño que nuestra familia le tiene, es que me animo a confesarle algo. Ustedes se casan en treinta días y yo estoy muy de acuerdo, pero yo recién en dos meses cobraré un dinero que tengo invertido y yo contaba con eso para planificar el casamiento. Pero como Uds. se casan antes...
-¡No se preocupe por eso, mamá! –la interrumpí -¿Puedo llamarla mamá?
-Nada me gustaría más, hijito- me dijo con dulzura.
-¡No se preocupe por esa nimiedad! –le dije -¡Podemos esperar! ¡Nos casaremos en tres meses y no se hable más del asunto!
En ese momento llegó el postre que traían las niñas. Era una Leche Asada, preparada según una antiquísima receta de la familia que se transmitía de madre a hija, de generación en generación.
Las muchachas estaban en silencio, atentas a la cara sombría de la madre. Me comí mi postre y no quise pasarle la lengua al plato, porque hubiese sido demasiado para un solo día.
-¡Tomaremos el café en la sala de música! –dijo Felicitas levantándose.
Yo, a todo esto, me había quitado disimuladamente los zapatos por debajo de la mesa y había pateado lejos a uno de ellos.
Cuando nos levantamos de la mesa para ir a la sala, yo estaba descalzo y me puse en forma ostensible el zapato que había quedado a mi lado.
Después de mucho buscar, el otro zapato lo encontró la mamá debajo de su silla. Me lo alcanzó con la punta de los dedos y arrugando la nariz. Me acerqué saltando en un pié a recibirlo.
-¡Nó, ese no es! –le dije firmemente –Mis zapatos son negros.
La madre miraba boquiabierta el zapato negro que yo tenía puesto y el marrón que ella tenía en la mano.,
-Pero...-balbuceó -¿Cómo puede ser?...Y este ¿De quién es?
Intervino mi novia, Mercedes;
-Sergito, tú traías puesto zapatos diferentes. Nosotras lo vimos y no te quisimos decir nada para no avergonzarte.
Me puse loco. Creo que me salía fuego por los ojos.
-¡No puede ser! ¡No puede ser! Yo no tengo zapatos marrones. Siempre uso negros. Además no estoy loco para salir con zapatos diferentes. ¿Qué me quieren hacer?
Siempre saltando en una pata, me acerqué a la ventana, mientras ellas me miraban consternadas. Me tropecé y me salvé de caer al
piso porque me agarré del pesado cortinado, que se vino abajo, levantando una polvareda que nos hizo toser a todos.
La mamá no aguantó más y agarrándome del cuello de mi saco me arrastró hasta la puerta de calle, diciéndome cosas irrepetibles y que jamás imagine en la boca de una de las Oyarzunes.
A pesar de todo creo que amaba un poquito a Merceditas.
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