martes, 1 de septiembre de 2009

La tirada de piedra


La tirada de piedra.

Muchos de ustedes habrán escuchado sobre el deporte que en Europa llaman “Tirada de piedra”.
Acá en Argentina tuvimos una campeona que se llamaba Erika y que nos dio muchas satisfacciones en algunos campeonatos, especialmente en Alemania. Tengo que contarles que esta magnífica deportista, alguna vez fue mi novia y es posiblemente la mujer que más amé.
He decidido impulsar este deporte, casi desconocido entre nosotros, para que se destaquen muchos atletas que reúnen las condiciones para sobresalir el él.
Nada mejor que mi viejo club de barrio, que aunque esté casi totalmente transformado, lleno de máquinas de Pilates y otras yerbas y las mesas de la confitería estén ahora hechas de acrílicos y cristales, nada ha cambiado en cuanto a la sana disposición de los socios. He encontrado un apoyo total a mi iniciativa y ya están preparando las canchas donde se destacó mi antigua novia Erika.
Incluso el señor presidente de la institución propuso que se la buscara y se le ofreciera el puesto de Directora Técnica de Tirada de Piedra. Sometida a votación esta propuesta, el viejo baboso del presidente, no logró más que dos votos. El suyo propio y el voto del chupamedias que tiene por secretario. Ni yo lo voté, pero no porque lo considere un vejestorio baboso, sino porque yo siempre voto en contra de todo.
El asunto es que el Presidente igual impuso su postura y me tocó ir a ver a Ërika y ofrecerle el nombramiento.
Hace ya más de cuatro años que por cosas del destino y de la vida, no veo a Ërika. Terminamos, no puedo decir ni mal ni bien, solo que desaparecí de su vida, con el corazón destrozado y lleno de amargura. Me costó mucho tiempo reponerme y olvidarla, bah, olvidarla nunca, pero logré conseguir un poco de paz y reconciliarme con la vida y conmigo mismo.
Al llegar a la esquina de su casa, me temblaron las patitas, por tantos recuerdos que despertaron de su siesta forzada.
El papá de Ërika estaba barriendo la vereda, que las hojas de los árboles habían convertido en una alfombra crujiente al caminar sobre ellas. ¡Qué viejo estaba Don Otto! Cuando me reconoció caminó lentamente hacia mí, para darme un abrazo, sin palabras y con brillo en los ojos.


—¡Hijo querrido! (se me arrugó el corazón cuando me llamó hijo). Me dio una sensación de culpa, como si yo lo hubiera traicionado.

—¿Porrqué no viniste antes?

No supe que contestarle, pero su mirada triste me dijo que me comprendía.
cont.


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